La lamentable situación por la que pasa el Partido Popular deja muy a las claras cuán débil puede llegar a ser el espítiu humano, sobre todo, el de aquellas personas que, creyéndose con poder, son capaces de besar a sus principios por cuarenta monedas, o peor, por la comodidad de un sillón con estrado desde el cual decidir con su dedo quién es bueno y quién es malo.
El único motivo por que el Mariano está provocando un autogolpe de estado en el seno de su partido, -no crisis, porque las crisis son otra cosa-, es la desesperación del que ha estudiado mucho para el examen de su vida pero no es capaz de aprobarlo. Rajoy ha estudiado tanto que no está dispuesto a suspender y, si es necesario hacer trampas para conseguir su objetivo, las hará. Porque en la mente de Rajoy, seguramente, estarán presentes dos metas bien definidas. La primera, que el Partido Popular gane las próximas elecciones generales. La segunda, que el presidente del partido, cuando esto suceda, sea él mismo. ¿Tesón? ¿Obcecación? ¿Ambición? ¿Ilusión? ¿Interés? ¿De todo un poco?
Hay, aquí, dos causas elementales que podrían explicar la ruina presente de un partido por la que han luchado varios millones de españoles, que es lo realmente triste y descorazonador. O Rajoy pretende la victoria del PP a toda costa y cree que la mejor forma, -y con buena voluntad-, para ello es deshacerse del lastre publicitario que suponen los antiguos varones del partido, esperando con ello, la adhesión del voto centrista y más descontento con Zapatero, o, por el contrario, no ha asumido su derrota después de tanto esfuerzo y cree, a pie juntillas, que ha sido una cuestión de mala suerte, de hecho cree que ha dado al partido más de lo que podía dar. De ahí que se haya dedicado el útimo mes a recavar apoyos por toda España para que su trabajo no quede en el olvido y pueda así obtener los frutos merecidos, según Rajoy, en las próximas elecciones.
De la primera se deduce la ambición y la ausencia típica de culpa propia del déspota que es capaz de renunciar a todos los fundamentos de una causa por mantener en el poder su propio y único proyecto político y a aquellos que muestren una pleitesia común sólo a los mercenarios. De la segunda se deduce que Rajoy es incapaz de reconocer los errores y achaca la mala suerte a los demás, con lo que, como ha pasado con San Gil, ni siente ni padece a la hora de provocar la salida de las personas en encarnan los principios por los que un día luchó con todas sus fuerzas, incluso, pasar por entablar nuevas relaciones con los enemigos naturales del Partido Popular, los nacionalismos separatitas.
El único motivo por que el Mariano está provocando un autogolpe de estado en el seno de su partido, -no crisis, porque las crisis son otra cosa-, es la desesperación del que ha estudiado mucho para el examen de su vida pero no es capaz de aprobarlo. Rajoy ha estudiado tanto que no está dispuesto a suspender y, si es necesario hacer trampas para conseguir su objetivo, las hará. Porque en la mente de Rajoy, seguramente, estarán presentes dos metas bien definidas. La primera, que el Partido Popular gane las próximas elecciones generales. La segunda, que el presidente del partido, cuando esto suceda, sea él mismo. ¿Tesón? ¿Obcecación? ¿Ambición? ¿Ilusión? ¿Interés? ¿De todo un poco?
Hay, aquí, dos causas elementales que podrían explicar la ruina presente de un partido por la que han luchado varios millones de españoles, que es lo realmente triste y descorazonador. O Rajoy pretende la victoria del PP a toda costa y cree que la mejor forma, -y con buena voluntad-, para ello es deshacerse del lastre publicitario que suponen los antiguos varones del partido, esperando con ello, la adhesión del voto centrista y más descontento con Zapatero, o, por el contrario, no ha asumido su derrota después de tanto esfuerzo y cree, a pie juntillas, que ha sido una cuestión de mala suerte, de hecho cree que ha dado al partido más de lo que podía dar. De ahí que se haya dedicado el útimo mes a recavar apoyos por toda España para que su trabajo no quede en el olvido y pueda así obtener los frutos merecidos, según Rajoy, en las próximas elecciones.
De la primera se deduce la ambición y la ausencia típica de culpa propia del déspota que es capaz de renunciar a todos los fundamentos de una causa por mantener en el poder su propio y único proyecto político y a aquellos que muestren una pleitesia común sólo a los mercenarios. De la segunda se deduce que Rajoy es incapaz de reconocer los errores y achaca la mala suerte a los demás, con lo que, como ha pasado con San Gil, ni siente ni padece a la hora de provocar la salida de las personas en encarnan los principios por los que un día luchó con todas sus fuerzas, incluso, pasar por entablar nuevas relaciones con los enemigos naturales del Partido Popular, los nacionalismos separatitas.
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