Diversidad es sólo una palabra vacía que no significa más que ser respetado por todos los demás, incluso, cuando ello conlleve la violación de los derechos de la mayoría. Precisamente, éste es el concepto que subyace en la mentalidad política española, o conmigo o contra mí. Y es que hoy más que nunca, siguen despiertos los sentimientos de las dos españas, no porque los ciudadanos así lo sientan, sino porque políticamente es muy rentable. Supone una apuesta al todo o nada, a ganar o perder, pero que garantiza, con los medios al alcance, un éxito rotundo en las urnas y su consiguiente poder. Digo poder, no gobierno, porque gobernar es otra cosa a lo que hoy sufre España.
Los nacionalismos exarcebados son la consecuencia de ese respeto, mal entendido, a las minorías, que por el simple hecho de ser minorías se otorgan el poder de imponer su propia voluntad a la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles, incluso, persiguiendo y condenando a todo el que ose alzar una voz contraria. Si en el Parlamento, la voz de los nacionalismos supone sólo un gran 0,8%, en la calle no dejan de ser notoriamente alentados por los medios de comunicación, poniendo en duda, continuamente, el valor de la nación y de sus instituciones.
Si los ciudadanos dejan de luchar, aceptarán los condiciones de los impositores de la libertad, y si alzan su voz, serán contrarios a España, a la democracia, a los derechos y a la libertad, que, según parece, es sólo patrimonio de unos cuantos, los nacionalistas, los terroristas, las minorías, el gobierno socialista... y los que viven de las subvenciones que todos los demás nos ocupamos de acumular. Y éste es el camino más recto para convertir nuestra democracia en un régimen en el que ser ciudadano sea sinónimo de pagar y callar, de descubrir nuestra vocación de burros apaleados para que unos pocos sacien su ansia de poder, de dominio y de vivir como reyes, aunque la monarquía sea una lacra infecta del pasado y el rey , sea eso, rey.
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